Sonaron las doce campanadas en el reloj del salón, y acompasadas con ellas un crujir de madera añeja y un extraño crepitar al otro lado del ventanal. Era la Noche de Difuntos, que con esos ruidos, anunciaba su inquietante llegada.
Madelaine se levantó del viejo sillón de terciopelo encarnado y caminó cinco pasos hasta la chimenea para calentarse las manos, una vez frente al fuego, le pareció como si las llamas danzasen frente a su cuerpo haciendo curiosas figuras que recordaban el rostro de su amado difunto, asesinado a manos de las bestias del páramo helado que rodeaba la mansión Crowfield. Se quedó mirando el fuego embelesada buscando encontrar en el la imagen de Damian, y entonces un ascua saltó de la lumbres prendiendo su vestido de terciopelo. Madelaine no se percató de ello, pues sus ropajes eran abundantes y la sala estaba en penumbras, y mientras el fuego carcomía los volantes negruzcos de su ropa, una voz se escuchó acompañada por un eco triste de soledad y desaliento que le heló la sangre. Era él sin duda, la voz de Damian, que desde el otro mundo le advertía del peligro. Los lobos hambrientos rodeaban la mansión atraídos por los despojos de carne que los cazadores habían esparcido por la nieve. Aquella noche, al igual que las vísperas del día de todos los Santos, Madelaine iba a salir a colocar dalias sobre la tumba de piedra de su amado, y cantarle bajo la luz de la luna su canción favorita. Los pasos de la mujer se encaminaron hacia la puerta de la mansión y el fuego prendido en su vestido se convirtió en humo grisáceo al arrastrar las enaguas por las heladas baldosas de Crowfield. Las crepitantes llamas con la cara de Damian quedaron prisioneras de las chascas y se consumieron por la escasez de la leña, entonces, como último aviso antes de abrir el viejo portón, una brisa helada y cortante penetró en la sala obligando a Madelaine a retroceder unos pasos. Hechizada por el embrujo de la luna llena, la mujer caminó hacia delante movida por un destino que se antojaba atroz para su vida, los pies se hundieron en la fina nieve y su cabeza se blanqueó de pronto convirtiendo su figura en un ánima espectral. Frente a la tumba de Damian, con una cítara entre sus manos y un leve hilillo de voz, Madelaine entonó su himno al amor depositando trece dalias negras sobre la lapida de Damian. Entonces y y como si el destino les aguardase el mismo final, un lobo hambriento saltó hacia Madelaine y la mordió en el cuello, la voz se le quebró al instante y un reguero de sangre cubrió la tumba de su amado de un color rojo escarlata. Al día siguiente los criados de la mansión encontraron varios pasos en la nieve que conducían al cementerio de Crowfield, eran huellas de pies descarnados que se hundían profundamente dejando rastros de marcas encarnadas en el hielo escarchado. A lo lejos la figura del difunto Damian sostenía a Madelaine herida de muerte y con las ropas desgarradas mientras una sombra les cubría, al llegar a la altura de la tumba ya no había rastro de ellos, los desafortunados amantes habían abandonado para siempre este mundo dejando sobre la lápida la cítara con la que Madelaine acompañaba su triste canción de amor. GEMMA ROMERO
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septiembre 2020
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